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Éramos treinta y tantos en aquel aula de COU. Y cada cual peleaba como podía contra el sopor de la sexta hora de clase. Los más, con la mirada clavada en un punto imaginario, solo de cuerpo presentes. Alguno tomando apuntes.
Yo hablaba ora con mi par a un flanco, ora al otro.
El profesor de Física, la barba decidida, imparte en pie la materia como su evangelio un mesías.
La Ley de Boyle.
O la de Dalton.
O la de Ohm, qué más daría.
Nombres de hombre para las leyes naturales.
En las aulas del instituto milénico dos son los atributos de la más alta magistratura: la mesa del profesor y el privilegio de su silla acolchada: confortablemente acolchada la banqueta, ergonómicamente alcolchados los dos brazos.
Éramos treinta y tantos en aquel aula de COU. Treinta y tantas sillas escolares de color esmeralda, duras como el diamante.
Y una silla del profesor. Acolchada. Con dos brazos.
En pie ante la pizarra, rasga el aire con una recia letanía:
— A temperatura constante el volumen de un gas…
Y el yeso rasga también un trazo sobre la pizarra: PV = nRT
— …es inversamente proporcional a la presión.
En la clase de Física de COU el profesor ha perdido su silla. En su lugar alguien ha colocado una dura como el diamante.
Dejó caer la tiza, se volvió y posó amablemente sus ojos en mí. Justo en mí:
— Usted, Obregón… ¿ve bien la pizarra desde ahí?
Y de repente, el escalofrío.
Sentado en una silla acolchada con dos brazos, yo mataba el rato hablando con mi compañero a babor, con mi compañero a estribor. Pasatiempo de los que pasamos el bachillerato con bachillería.
Lo repitió con redoblada cortesía:
— Obregón, ¿la pizarra se ve bien desde ahí detrás?
Treinta y tantas miradas hace un instante perdidas se volvieron y se clavaron en mí. Justo en mí.
— Oh… sí, sí; se ve muy bien desde aquí —contesté confiado.
— Entonces, ¿por qué no se calla?
La carcajada fue unánime.
El profesor de Física, los ojos divertidos, era el único que no podíamos vacilar.
Lengua y literatura. Matemáticas. Inglés. En mayor o menor medida, todos los demás eran objeto, factor o 𝘴𝘱𝘢𝘳𝘳𝘪𝘯𝘨 de nuestra mofa cruel, furtiva y juvenil.
Pero no el profesor de Física.
El primer día de curso cada docente pregonaba el libro de su catecismo. El libro que había que 𝘤𝘰𝘮𝘱𝘳𝘢𝘳 para sus clases.
Avanzadas una semana las de Física, alguien alzó un brazo incómodo desde la primera fila:
— No nos has dicho qué libro hay que 𝘤𝘰𝘮𝘱𝘳𝘢𝘳.
— Oh, puedes 𝘤𝘰𝘮𝘱𝘳𝘢𝘳 el libro que quieras. O coger de la biblioteca el que más te guste. También puedes no 𝘤𝘰𝘮𝘱𝘳𝘢𝘳 ningún libro —respondió el profesor de Física.
El alumno, más incómodo aún, insistía sin entender:
— Pero, ¿qué libro vamos a usar en clase?
El profesor de Física zanja con media sonrisa:
— ¡Cualquiera! La Física es igual en todos los libros.
Éramos treinta y tantas almas en filas y columnas dispuestas.
El profesor de Física entra en el ágora de COU y toma la palabra. Presenta el nuevo tema con la mirada descarriada más allá de las ventanas. Finge no vernos.
Pontifica el evangelio de las partículas eléctricamente cargadas. Cada cual pelea como puede contra el sopor de la sexta hora de clase.
Sin dejar de hablar de aniones y cationes, el profesor de Física abre con ceremonia la solapa de su chaqueta de pana.
Con dos dedos, lentamente hace emeger del bolsillo un globo rojo de goma, como un conejo de la chistera de un mago.
Treinta y tantas almas incrédulas, ahora con los cinco sentidos atentas.
Con la mirada perdida en un horizonte imaginario, el profesor de Física presenta el nuevo tema. Dos, tres, cuatro veces pausa brevemente la lección para llevarse el globo a los labios y soplar con parsimonia.
Todos atentos; todos pendientes.
El profesor de Física finge no vernos, pero es la sexta hora de clase y todas las miradas están posadas en él. Ata con delicadeza un nudo en el globo y comienza a frotarlo suavemente contra la solapa de su chaqueta de pana.
Luego se torna hacia la pizarra y con gesto distraído aproxima el globo hinchado al gotelé de la pared. Lo suelta y toma una tiza.
Pero el globo cargado no cae: ha quedado atraído a la pared.
Treinta y tantas exclamaciones mudas estallan en el aula mientras el profesor de Física escribe en la pizarra el título del nuevo tema:
— La Electricidad Estática.
Lo recuerdo, ¿cómo olvidarlo?
Se llama Enrique Barajas y fue mi profesor de Física de COU. La barba decidida, los ojos divertidos, la chaqueta de pana. Nunca pudimos vacilarle.
Me enseñó la Ley de Boyle. Y la de Dalton. Y la de Ohm, pero qué más da. Me enseñó mucho más: me enseñó a amar la Física.