Me pasa con cierta frecuencia que entro a programar a un café de Santander y cuando voy a pagar el camarero me dice que he sido invitado.
Entonces miro sorprendido alrededor y de alguna mesa se levanta un desconocido que muy cordialmente se acerca, me saluda y me explica que sigue en estas redes lo que hago y lo agradece.
Tengo días en que me entran las dudas y no sé si estoy haciendo algo útil o toda esta pelea es en vano. A menudo temo haberme tornado ya —qué horror— el enésimo cuñado de Twitter. Pero estos sutiles gestos de cariño y humanidad disipan rápido todas esas brumas mías.
Yo querría tener grandes seguridades. Certezas absolutas; grandes verdades. Caminar seguro entre todas las zarzas. Pero no estoy absolutamente seguro de nada.